El trote mortecino de su caballo le mantenÃa adormilado. No recordaba cuándo habÃa sido la ultima vez que habÃa descansado bien. Tampoco importaba. HabÃa vivido demasiado tiempo atrapado por una obsesión estúpida. Era un necio, ahora lo sabÃa. Aunque ya no habÃa vuelta atrás.
A su alrededor sentÃa el caminar mortecino una marea de personas, grises y cabizbajas. Apenas era un borrón en sus pensamientos. El llanto hizo que levantara la mirada. Quizás fue la primera vez en toda su vida. Y los vio, por fin. A su lado deambulaban los restos de lo que habÃa sido su reino. No eran más que criaturas cabizbajas y dolientes. Una hilera desordenada de caminantes polvorientos. Se preguntó cómo podÃa haber estado tan ciego.
Vio caer al suelo a una figura menuda. Un impulso hizo que saltara al suelo, fue una decisión tan repentina que estuvo cerca de caer él mismo de bruces. Se agachó y tomó en brazos a la niña desfallecida. En sus ojos apagados pudo ver el miedo y la pérdida. Nunca se habÃa sentido tan miserable. Tras unos minutos tiró la corona al barro, se levantó, subió a la pequeña al caballo y, con las riendas en la mano, continuó caminando en silencio. Su pueblo, por fin, en mitad del destierro, habÃa encontrado a su verdadero rey.