Estamos en un momento muy difícil, cuando nos enseñaron la palabra desescalada y se empezó a emplear la fórmula de nueva normalidad muchos pensamos que habríamos aprendido algo, que tiraríamos más de nuestro sentido común, que iríamos con más cuidado que nunca para hacer que el virus se fuese de nuestras vidas o quedase relegado a un segundo plano de la actualidad. Incluso, llegamos a pensar, ilusos de nosotros, que la prudencia y el respeto serían más visibles. Pero ya hemos visto el resultado y cómo se ha ido desarrollando la cosa hasta este momento crucial, con el inicio de las clases y el afán por llenar los colegios, con los metros abarrotados de gente, con barrios confinados a la carta, con gobiernos, una vez más, tirando de ventilador para usar el y tú más que ya cansa tanto a casi todos y con una inseguridad creciente y alarmante, puesto que el número de contagios en España no para de crecer. Y todo eso es verdad, desde luego, algo que parece claro y que no hemos aprendido con esta crisis sanitaria es que las prisas no son buenas para nada y que son las que provocan nuestros mayores males. Tuvimos prisa por salir de casa, demasiada y parecería, por lo que hemos visto durante este verano, que algunos tienen prisa por vivir, aunque para disfrutar de su vida tengan que perjudicar las de los demás.
Pero también hemos aprendido que cuando las cosas se hacen con cuidado y respetando todas las medidas que nos han obligado a tomar, las cosas pueden salir bien y que nos podemos seguir moviendo. Porque tampoco nos podemos quedar en casa para siempre, hay que moverse, desde luego, pero con respeto, con cuidado y con sentido común (que en nuestro país es algo que se suele sustituir por leyes o multas, y no sin razón, por cierto).
Y tenemos que seguir moviendo la economía nacional, de la que la cultura es un eslabón muy importante cada vez más en la cuerda floja.
Las bibliotecas, los grandes motores de la cultura desde la anterior crisis económica, siguen a medio gas, los cines y teatros con un aforo muy limitado (caso aparte la vergonzosa noticia del Teatro Real vista hace unos días), los espectáculos de calle bajo mínimos y las sesiones de narración oral, talleres y clubes de lectura en un momento más que delicado, las librerías viendo cancelaciones infinitas de ferias del libro y con clientes que corren al amparo de la gran empresa naranja para comprar los libros que se llenan de polvo en sus escaparates. El mundo de la cultura pende de un hilo demasiado fino y en la mayoría de los casos no tiene una buena red en la que caerse, ¿y ahora qué? ¿Estamos dispuestos a perder y a perjudicar a toda una generación de creadores y artistas? ¿Vamos a dejar toda esta especie en peligro de extinción en la estacada?
A la mínima medida sanitaria nueva o al mínimo rumor de que va a llegar alguna se suspenden los eventos y actividades culturales de un plumazo, de un día para otro, sin control y sin baremo conocido. Durante todo este verano hemos asistido con estupor a la cancelación, suspensión, aplazamiento o eliminación completa de sesiones de narración oral, de conciertos, de proyecciones de cine, de conferencias, de encuentros o de exposiciones al aire libre con una facilidad extrema. Y puede que haya quien defienda todo esto por la prudencia o el miedo a provocar un contagio.
Nadie puede medir el miedo de un programador o de una concejalía, eso desde luego; incluso es posible entender que quien programa, contrata u organiza un evento cultural o social, pueda estar en su derecho a anularlo cuando lo estime oportuno, pero parece que el Covid-19 parece empeñado en mostrarnos nuestras carencias como sociedad (y es una pena que no las estemos midiendo y anotando para corregirlas en cuanto sea posible), porque apenas me encuentro con casos de contratos firmados por adelantado que obliguen al contratador a abonar parte de lo contratado aunque no se realice el acto por causas de fuerza mayor o a que exista un seguro de actuación que se encargue de realizarlo.
La Cultura se sigue tomando a la ligera cuando es el sostén que nos une y nos cimenta como sociedad. No parece existir una ley que defienda los derechos de los trabajadores culturales y evite algunos de los ninguneos y problemas que viven habitualmente, especialmente los que menos recursos y colchones atesoran.
Necesitamos cultura y la necesitamos siempre, la necesitamos ya, ahora y necesitamos a los creadores y artistas que viven de ella, cultura que va más allá de los grandes escenarios o de las producciones megalíticas, necesitamos de la pequeña vida cultural que nos forma como pueblo y nos reúne bajo esa argamasa en la que todos podemos encontrarnos. Cuidemos entre todos la cultura, no dejemos que se ahogue, que se pierda, que se muera, no perdamos toda una generación de creadores y artistas, no dejemos que la vida cultural sea esa segunda vida que se lleva a cabo después del trabajo, sino que, como cualquier otra actividad económica, sea lo más digna y reconocida posible.
Estamos en un momento muy difícil, en lo social, en lo sanitario y en lo económico, trabajemos para que nuestra sociedad, que está siendo brutalmente golpeada durante esta pandemia y a la que le estamos viendo demasiado bien las costuras, empiece a remendarlas de una vez y a conseguir que nuestro mundo sea un poco más justo, será señal de que hemos despertado y de que, sí, por fin, hemos aprendido a ser un poco mejores.
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