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Sacrificio


¿Daría miedo enfrentarse a un dragón? Isthel no lo sabía, quizás es que aún era muy pequeña para saberlo. A sus cinco años apenas los había visto sobrevolando el castillo de tanto en tanto. Las alas abiertas y el cuello estirado, como si se tumbasen sobre las nubes. Había escuchado hablar de ellos en susurros atemorizados y entre gestos de pavor. No entendía por qué todo el mundo se asustaba, a ella le encantaban los dragones.


Escuchó un gruñido sordo que no paraba de crecer, la tierra tembló bajo ella y supo que algo se acercaba, algo grande y poderoso. Caminaba descalza tras haber despertado en mitad de un gran hueco en mitad de la montaña, entre piedras. Había visto a dos caballeros correr montaña arriba, subir unas escaleras a toda prisa. Pero no le había importado, le había llamado la atención la gigantesca herida negra que cruzaba en dos el risco, el calor que venía de su interior. No fue capaz de averiguar por qué había pensado entonces en dragones.


Los ojos azules de la niña contemplaron con fascinación el caminar imponente del dragón que surgió de la oscuridad de la grieta. El leviatán oteó a la pequeña durante unos segundos, de sus ollares brotaron humo y cenizas. Estaba visiblemente molesto, incluso la niña se percató de ello. La bestia rugió y la propia montaña tembló de puro terror, la única que no lo hizo fue ella, aquella pequeña abandonada a su suerte en la guarida del viejo dragón blanco, que se tumbó junto a ella y se dejó acariciar durante horas. Esa misma noche, mientras la niña dormía, el fuego acabó con la ciudad y con los hombres que habían decidido entregarla en sacrificio.

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