Volver siempre había sido una posibilidad, un camino incierto, pero un camino al fin y al cabo. Volver a las caras, a las miradas esquivas, a las calles en las que había malgastado mi juventud y mi infancia, a todos esos rincones comunes que uno lleva en el interior aunque no sea capaz de rememorarlos con certeza. Volver a los sueños no cumplidos, a los múltiples errores y a los escasos aciertos. Volver siempre había estado ahí, a pesar de todo, de los remordimientos, de la nostalgia, de la pérdida. Volver siempre había sido esa perspectiva difusa, esa esperanza extraña, esa quimera que sabía de sobra que no podría cumplir.
Volver era lo que estaba haciendo en ese instante. Con las manos en los bolsillos y los últimos 20 años en una pequeña bolsa de viaje. El tren desandaba el mismo trayecto que me había alejado entonces. Estaba a poco menos de una hora de todo lo que había dejado. Volver... ¿Era posible hacerlo realmente después de tanto tiempo? ¿Seguiría todo allí? ¿Perdurarían las esquirlas de ese pasado que seguía doliendo a pesar de todo? Por un lado esperaba que así fuera. Volver era abrir de nuevo las heridas. El único modo de cerrarlas.
Volver era ver de nuevo aquella pintada tan horrible bajo la que te diste el primer beso distraído, fugaz y torpe. Era el humo del primer y último cigarro de tu vida, las carreras después de llamar a todos los timbres, las horas muertas, sin hacer nada, las risas… Volver era saber que tarde o temprano te encontrarías con aquellos que abandonaste a su suerte, que te golpearías dolorosamente con el pasado. Volver era estar ahí de nuevo, en la estación, un extraño para todo y para todos. Era una sensación de pérdida y abandono, de desaliento, era saberse a la deriva y sin rumbo alguno. Volver era, por fin, sentirse en casa.
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