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Foto del escritorJavier Fernández Jiménez

Pues a mí me gustan las adaptaciones de Walt Disney

Vivir con nuestras incoherencias puede que sea lo único que nos salve de lo que otros quieren que seamos.


Somos incoherentes por naturaleza, a veces integristas radicales de una idea concreta y otras, quizás por el día en el que vivimos, firmes defensores de la contraria. No sé si esto os pasa a vosotros, pero yo sí que soy así de veleta, nunca tengo nada claro del todo y lo que hoy defiendo a muerte puede que mañana no me termine de convencer. A mí me gusta Disney, es así, me gusta y siempre me ha gustado. Sí, sé que ha tergiversado historias, que nos manipula y que se está haciendo con tanto que parece imposible que no termine convertido en un monstruo inexplicable… y aun así, me gusta lo que hace y defiendo sus versiones de los cuentos, aunque sepa que, en el mejor de los casos, tienen muy poco que ver con lo que fueron en su día.


No sé si esto también os pasa a vosotros, lo de que os guste Disney, no lo de la incoherencia (que también) porque depende un poco de la generación y de la educación que hayamos recibido, pero he crecido con grandes superproducciones musicales y personajes secundarios de corte humorístico, con canciones nominadas a los Oscars y gigantescos éxitos comerciales. Y sí, de pequeño también tuve la suerte de escuchar muchos cuentos clásicos en la radio, en discos de vinilo que guardaban mis abuelos, de leerlos, de encontrármelos en los libros de texto, de saber muy pronto quiénes eran los Tres Cerditos o Garbancito o incluso la buena de la Gallina de los Huevos de Oro… pero la mayoría de las historias clásicas, al menos muchas de ellas, llegaron a mí de la manera edulcorada y algo tergiversada de las adaptaciones realizadas por Walt. Unas adaptaciones en las que Pinocho iba acompañado siempre de Pepito Grillo como conciencia universal, en las que Bambi era un ciervo y familia del mismísimo Rey del Bosque o en las que las hermanastras de Cenicienta solo lloraban al quedarse sin casarse con el Príncipe Azul. Un mundo en el que Quasimodo era poco menos que un héroe de capa y espada o en el que Peter era un simpático y travieso niño perdido que le sacaba la lengua a los piratas.


Sí, me gusta Disney. Sus princesas embutidas en un rol que quizás nunca hubiesen decidido y sus príncipes capaces de acabar con un dragón o de salvar a una hermosa doncella envenenada por una bruja con un simple beso de amor verdadero. Y sé, con esa incoherencia de la que hablo, que algunas de estas historias son rocambolescas, enrevesadas, dirigidas… guías para un modelo vital prefijado que ya no tiene sitio en el mundo. Lo sé, pero me sigue encantando ver la mayoría de esas películas de buenos muy buenos y malos perversísimos, debe ser un problema de fábrica que ya nadie puede reformar.


Y aquí siguen mis incoherencias (vamos, una de ellas solo, que tengo muchas), me sigue gustando Disney a pesar de que no es tan bueno como siempre pensé, al menos hasta que tuve algo de seso (no mucho, ya me conocéis). Ahora, después de muchos años y de leer muchas más cosas, ya sé que Bambi nunca fue un ciervo en la mente de Félix Salten, su creador original, sino un corzo que se acobardaba ante los majestuosos y, para él, gigantescos ciervos; también sé que casi al principio de la historia, Pinocho aplasta a Pepito Grillo y lo mata casi sin darle importancia y sin arrepentirse demasiado; he aprendido que Peter Pan era un personaje sanguinario y un poco suicida que mataba a piratas y a indios por igual, e incluso a los propios niños perdidos; o que las hermanastras de Cenicienta murieron con unos zapatos que las hicieron bailar hasta morir (en otras versiones son zapatos de hierro candente que las abrasa, que no sé qué es peor y que, supongo, es infinitamente más problemático que eso de quedarse sin un matrimonio real que, en el mejor de los casos, te reportará incansables compromisos y una vida más amarga que dulce).


El caso es que, ahora que hablamos tanto de lo políticamente correcto en las historias que nos ofrecen y de eso de suavizar los cuentos y sus contextos hasta la extenuación, habría (y aquí vuelven mis ideas encontradas) quizás que recordar que, por lo menos, hay alguien que consiguió que esas historias no cayesen en el olvido. Sí, las cambió, suavizó, matizó o retocó un punto de más, pero de no ser por la fuerza con la que yo recordaba al Bambi de mi niñez, seguramente no habría disfrutado tanto de la obra creada por su autor real hace ya casi 100 años y puede que ni supiese quién fue Blancanieves, Pocahontas o el mismísimo Jorobado de Notre Damme… Puede que todo esto no le libre a Disney de un juicio sumarísimo por haberle dado una vuelta tan gigantesca a las historias de las que hablaba en sus películas, por querer modelarnos a su antojo o por querer hacerse con todo el cine que puede abarcar (y mucho más) pero de no ser por Disney… quizás nadie, o muy pocos, recordasen esas historias en la actualidad.


Es difícil esto de recuperar la Cultura pasada, ¿no? Sí, eso de traerla a la actualidad y que siga gustando. ¿Los Hermanos Grimm no suavizaron los cuentos que escucharon y recogieron por toda esa Alemania del Siglo XIX? ¿No quisieron dar las vueltas suficientes para agradar al público que las pretendiese leer? Hace algunas semanas escuché la terrible historia de la escasez de alimentos y del canibalismo que vivió la Europa de unos siglos antes a los recorridos folclóricos de estos famosos hermanos; un hecho del que nacieron cuentos como El flautista de Hamelin o Hansel y Gretel, por ejemplo… ¿escucharon los Grimm de alguna abuela o de algún pastor de un rincón perdido de la Selva Negra estas historias y decidieron darle una vuelta para que fuese más sencillo de comprender y de asimilar? Probablemente, ¿fue incoherente esa hazaña de recopilación folclórica y difusión que ha llegado hasta hoy?


Me encantan las versiones clásicas de las historias, esas en las que Caperucita Roja y su pobre abuela terminan siendo devoradas por el lobo o aquellas en las que Barba Azul es un terrible señor capaz de matar a sus distintas mujeres de las maneras más cruentas; me gusta que el gato con botas se coma al ogro sin compasión o que la cabra le abra la tripa al lobo y este acabe con varias piedras en el fondo del pozo o del lago al que se acerca a beber; pero no creo que sean tan malas como parecen las versiones modernas y suavizadas de estas historias, al menos no todas; sobre todo porque ayudan a que perduren en nuestro imaginario colectivo y que alguien se pregunte de tanto en tanto por ellas…


Porque ahí radica el truco, en que recordemos pero nos preguntemos; en que juguemos con lo suave pero queramos ir un poco más allá; en que disfrutemos de lo apacible pero no temamos adentrarnos en lo más profundo y sinuoso. Eso es lo que tenemos que conseguir (en esto intento borrar lo de la incoherencia), que siga habiendo quien se pregunte y curiosee, que vaya más allá de lo fácil y superficial, que quiera mucho más de lo que le ofrecen a simple vista.


Hay historias de siempre, quizás demasiado cambiadas ahora, pero cada uno de nosotros, con las incoherencias y los errores de fábrica suficientes podemos conseguir que siempre haya quien sepa que hubo algo más, que quiera hurgar en los cajones de esa cómoda que nunca se abre, que abra todas las páginas e incluso encuentre aquellas que alguien se dedicó a procurar eliminar pero… ¿estamos educando a los niños a ser incoherentes, para ir más allá de lo que nos cuentan a todos?


Puede que ahí esté el verdadero quid de la cuestión, ¿os lo habéis preguntado alguna vez?


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