Llegar a viejo
- Javier Fernández Jiménez
- 4 jul
- 1 Min. de lectura

Así que la vida era eso. Jonás miró las arrugas desvaídas de su abuelo, las venas azuladas asomadas a la piel reseca, los ojos hundidos, los dedos agarrotados, el cansancio. Y supo, sin ningún atisbo de duda, que no quería llegar a viejo. No quería ver cómo su cuerpo se iba agotando día a día. Se negaba a consumirse. Le faltó el aire.
Lo besó en silencio y abandonó la habitación. En el salón esperaba el resto de la familia. Evaluó sus miradas, sus propios desgastes más o menos pronunciados, sus ilusiones acalladas, sometidas para estar allí, en ese lugar, en ese momento. Y se preguntó si él sería capaz de apaciguar sus deseos. Si se detendría por los demás.
Se despidió y se marchó. Durante toda su vida recorrió el mundo y sus límites sin olvidar nunca aquel funeral. Y cuando se hizo muy muy mayor descubrió por fin el secreto de su abuelo, sus sonrisas continuas, sus miradas inteligentes y traviesas. Recorría sus propias arrugas con los dedos ya agarrotados y sonreía también. Hacerse viejo no era morir, ni desgastarse. Era contar con miles de recuerdos e historias que atesorar, compartir y volver a vivir en silencio.








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