El bardo volvió al atardecer. Llovía. Aquel hombre siempre sonriente venía en silencio, la cabeza gacha, los ojos perdidos en algún lugar del suelo. No cantaba como era habitual. Anya sospechó que ocurría algo raro, pero no sabía bien qué podía ser. Aunque a sus nueve años era una niña muy intuitiva aún desconocía muchos de los secretos y de las oscuridades del mundo. Notó el gris macilento en la mirada del trovador y la desidia de sus pasos. Algo pasaba, estaba segura. Y parecía imposible averiguar el qué.
Le siguió a escondidas. No caminaba hacia la plaza o la posada, como sería natural. Se dirigía al Monasterio. Decían que aquel hombre era peligroso, que trataba por igual a musulmanes y cristianos, que incluso tenía tratos con judíos. Nadie sabía nunca, en aquella tierra fronteriza, si sus noticias vendrían del norte o del sur. Sus leyendas y cuentos eran extraños, atrayentes, misteriosos. Era el mejor narrador que había conocido nunca.
Había mucha gente en el acceso por la Puerta de Conversos, la cosecha había sido escasa y el hambre acuciaba. Muchos, al ver llegar al narrador, se arremolinaron a su alrededor. Se quitó el sombrero, estaba cubierto de suciedad y de miedos. Con manos y voz temblorosas pronunció una única palabra antes de desvanecerse, una noticia que cambiaría la vida de todos para siempre. Anya no sabía qué significaba pero notó una punzada en el estómago al escucharla, dolorosa e incómoda. Aquel hombre, antes de morir de puro cansancio, dijo simplemente "peste".
Comments