Nunca supe qué me llevó a seguir los pasos del tigre, a dejar pueblos, caminos y aldeas. A adentrarme en la floresta, cada vez más espesa y a visitar lo más oculto de la selva. Sabía que era peligroso hacerlo y aun así, no pude evitarlo. Recorrí kilómetros y kilómetros, atravesando arroyos, puentes de piedra olvidados y prácticamente derruidos y desfiladeros que ni siquiera sabía si sería capaz de atravesar, pues apenas eran más anchos que mi propio cuerpo.
Deambulé durante horas infinitas por aquel laberinto de vegetación y sonidos, cada vez más orgullosos y señoriales cada vez más estridentes. Mis botas quedaron abandonadas en el lodo de una ciénaga y mis pies desnudos sangraron. Tenía el cuerpo lacerado por el abrazo de cuanto me rodeaba. Y entonces, llegué al claro, a la cima y, desde allí, pude ver los restos de un templo macilento, cubierto de maleza. Y escuché, por fin, el rugido.
Nunca supe qué me llevó a seguir los pasos del tigre. Lo abandoné todo y a todos y seguí los pasos que dictaba mi corazón, solo hice eso, nada más, sin ninguna razón. Escuché el rugido que me llamaba al mismísimo interior de aquel edificio reclamado por la selva. A mi alrededor rugía un coro de bestias desatadas. Corrí colina abajo, tropecé y rodé por el suelo, me arrastré entre la hierba, volví a correr, quizás gritara de dolor o de alegría, nunca lo sabré. Hoy soy yo el que ruge, soberano de esta región del mundo que nadie se atreve a hollar. Estos son mis reinos y no hay criatura que me lo discuta. Hoy soy yo el tigre que, algún día, un nuevo rey buscará desesperadamente.
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