El señor Poderoso miraba con incredulidad la imagen que le devolvÃa el espejo que tenÃa ante la mesa de su despacho. Estaba desconcertado, como atestiguaba una fina arruga en la frente de su reflejo y un pequeño tic en el ojo derecho.
Se preguntó por qué tantas personas cuestionaban sus ideas y sus maneras de decir las cosas, ¿Es que no se enteraban de que todo lo hacÃa por su bien? ¿Es que no veÃan todo lo que hacÃa por ellos? Estaba rodeado de desagradecidos e idiotas que no se enteraban de nada. No comprendÃan sus desvelos y sinsabores, sus preocupaciones. ¿Por qué no lo adoraban en lugar de cuestionar todo lo que hacÃa? ¿Es que todo el mundo era imbécil menos él?
Cuando vinieron a buscarle aún seguÃa haciéndose las mismas preguntas. Miraba a unos y a otros sin poderse dar una explicación. Aun en el cadalso, con los pies bailando en el aire y los pulmones suplicando una pizca de oxÃgeno se volvió a preguntar qué les habÃa hecho, en qué momento habÃa fallado, qué provocaba que nadie entendiera los enormes sacrificios que le habÃan llevado hasta allÃ.