Correr era lo único que quedaba. Y temblar. Saltar sin mirar dónde, rodar por el suelo, dejarse llevar. Ser pura inercia, nada más. Y llorar. Mateo corría sin medir las fuerzas, sin sentir el aire que no lograba entrar en sus pulmones, sin saber cuándo se detendría. Solo quería correr, sin mirar atrás. Sin percatarse de las lágrimas que iba derramando en la carrera. Sin notar el temblor de sus piernas.
Fue una niña la que hizo que se detuviese, una pequeña que trastabillaba por el camino que atravesaba el campo de girasoles. Vio, a través de los pétalos, su espalda delgada cubierta por harapos, el pelo despeinado correteando por su nuca, esperando quizás unos rayos de sol para brillar y alborotarse de nuevo. La rebasó veloz, sin apenas mirarla. Algo en su caminar lento y tambaleante hizo que sintiese la necesidad de parar, de dejar de huir, de hacer algo más que correr, temblar y llorar.
Era una flor marchita que necesitaba luz y calor, agua y aire fresco. Volvió sobre sus pasos después de limpiarse la cara con la camisa sucia, llena de hollín y de sangre. Los altos girasoles fueron los únicos testigos del momento en el que tomó la mano temblorosa de la niña, del instante en el la suya dejaba de temblar. Esbozó un amago de sonrisa que ella agradeció con un suspiro. Juntos, rodeados de amarillos y ocres cenicientos, caminaron hacia el horizonte, en busca de un futuro. Se habían encontrado en aquel lugar en el que todo estaba perdido. Atrás quedó la ciudad arrasada por el odio y por la siniestra muerte de fuego que había caído desde las alturas.
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