Nathaniel nació con una mancha extraña en el pecho y una terrible cicatriz en la cara. Ambas marcas parecían imposibles. Ni las viejas parteras ni los ancianos habían visto jamás algo así. La cicatriz recorría su cara cruzando el ojo izquierdo, del que era ciego. La mancha era informe y oscura, un vacío indefinido que daba miedo mirar.
Creció como cualquier otro niño, aunque eran pocos los que se acercaban a él y le aceptaban en sus juegos. Siempre fue un paria, incluso antes de los repentinos arranques de furia incontrolada. Su madre fue la única que le quiso sin fisuras, el resto del mundo se limitó a respetar su presencia, procurando mantenerse lejos. Nadie vio que la mancha del pecho empezaba a tomar forma poco a poco, como si fuese una acuarela sin rematar.
Fue al cumplir los quince cuando el propio Nathaniel descubrió lo que escondía la mancha de su pecho. Era el tatuaje de una bestia, de un monstruo que nunca habría podido imaginar. Rugía y expulsaba fuego por la boca. Aterraba. Esa noche llegó al pueblo un emisario vestido de negro, nadie pudo ver si había un rostro real bajo la capa ajada. Habló en susurros, pero todos pudieron entender que llamaba al chico de la cicatriz. Y él, al escuchar aquella voz, a pesar de que la herida ardía en su piel, sonrió, el hechizo había funcionado, el renacer de su imperio estaba a punto de empezar.
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