El sol se colaba a través de la ventanilla. Se esforzó en no cerrar los ojos, en no dejarse llevar por el sueño, como tantas veces le pasaba cuando viajaba en coche. Veía pasar, más allá del cristal, un paisaje extraño y vertiginoso, irreal, veloz, repleto de fantasmas. Sus recuerdos la llevaron a otro tiempo, cuando la velocidad no era tanta y la vida solo una promesa de futuro.
Dejó que los recuerdos la meciesen y notó de pronto el metal entre las manos, frío y duro. Bajó la mirada y allí estaba: el reloj. Cómo había cambiado su vida aquel objeto de oro impregnado de cariño. Por un instante olvidó dónde estaba aunque pronto recordó la promesa, la misión que hacía ya tanto tiempo que pensaba que incumpliría y el repentino instante en el que supo que tenía una manera de realizarla. Allí estaba, entre sus manos, el reloj que había cambiado para siempre la vida de su familia.
El coche se detuvo. Suspiró. Había llegado el momento. Bajó del vehículo con la firme convicción de no confesar el verdadero secreto de aquel objeto. La magia que atesoraba. El sol se ocultó bajo unas nubes recién aparecidas. Al marcharse de allí, ya sin el reloj en su poder, supo que le quedaba muy poco tiempo de vida y aún así, por primera vez en su existencia, se sintió libre, sin el imposible peso de la responsabilidad sobre los hombros. Por fin era libre, por fin era dueña de su propia vida. Por fin podría ser ella misma.
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