Sentado en la barra, con un buen copazo a medio llenar, el señor Marcial miraba hacia la manifestación que se desarrollaba en la calle. Estaba muy molesto. Una gran cristalera dejaba ver todo lo que ocurrÃa fuera del bar que frecuentaba. HabÃa mucha gente. Aquà y allá habÃa sÃmbolos y banderas, mensajes y proclamas. Una multitud protestaba ante lo que creÃa que era un hecho injusto.
Esbozó una sonrisa repleta de ironÃa. Pensó en lo imbécil que era la gente, en lo sencillo que resultaba manipularla. Bastaba con unas palabras pronunciadas en el momento justo, con el cacareo de unos palmeros bien elegidos, con el apoyo de la prensa y de las instituciones... Y se lograba que miles de personas salieran a la calle a protestar por cualquier tonterÃa. Idiotas. A él no le pillarÃan en una de esas. Él era un librepensador. VivÃa en libertad y bajo su propio criterio. Nadie tenÃa que decirle cómo pensar o qué decir. Se lo gritarÃa a todos en la cara, ¡estáis manipulados, imbéciles!
Una voz familiar llegó hasta sus oÃdos, gritaba en la televisión en contra de la manifestación. Se sintió reconfortado y un poco menos molesto. AllÃ, en el púlpito iluminado, como cada dÃa, estaba su presentador favorito diciendo justo lo que él pensaba. Estaba de acuerdo en todo. Un Marcial mucho menos enfadado y un poco más sonriente pagó la copa tras apurarla de un solo trago. Dejó algo de propina, no demasiada por supuesto, recogió el periódico que compraba todos los dÃas y salió deprisa del bar, si se descuidaba, llegarÃa tarde a misa.