Su madre siempre le advertía que tuviese cuidado de no romper el tarro de las chucherías. “Si lo haces se mezclarán las golosinas con los cristales y no podrás comerlas. Además, puedes cortarte”, le decía. Sabía qué decir y cómo hacerlo, eso era lo que más le gustaba de ella. Hablaba de tal manera que no obligaba, convencía. Por eso estaba quieto y en silencio en aquel hueco en la pared en la que le había dicho que se escondiese hasta que todo estuviese en silencio.
A ella y a sus dos hermanos pequeños se los habían llevado a rastras. Estaba solo. A sus ocho años comprendió que salir de aquel escondrijo era jugarse la vida. Tembló. Estaba muy oscuro allí dentro, olía muy mal y tenía ganas de ir al baño. En el exterior aún se escuchaban los llantos, los gritos, los rugidos de los muebles lanzados por los aires. El tren sonó a lo lejos, como todos los días a la misma hora, esa tarde sonaba más lejos que nunca. Se abrazó al cristal del tarro. Sonó un disparo. Y más gritos y más llantos y más rugidos.
Se despertó horas después, estaba entumecido. Hacía frío. Supo que no quedaba nadie en su casa y se decidió a salir al comedor. No quedaban en pie más que las paredes y una figurita de porcelana que su padre había traído de Holanda hacía un par años, antes de que todo cambiara. La miró durante mucho tiempo antes de abrir el bote y coger la última chuchería. Se la llevó a la boca. Abandonó la casa y se marchó, sin rumbo definido, incapaz de saber qué le depararía el futuro.
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