La puerta era una invitación, un portal a un mundo distinto al que vivía desde hacía ya muchos meses. El soldado intentó ocultar la sangre que manchaba sus ropas y parte de su piel y se adentró, cojeando, en la taberna. No sabía de cuánto tiempo disponía, pero estaba decidido a aprovecharlo.
Apenas había media docena de parroquianos en el interior neblinoso, todas las miradas se giraron hacia él. Se fijó en los rostros duros y arrogantes de dos largarenianos. Odiaba a esa gente. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para no lanzar un insulto o una bravuconada a aquellos dos idiotas que no dejaban de mirarle y llegó hasta la barra. El tabernero le sirvió una jarra de cerveza sin demasiada simpatía. Pensó en hacer uso de la espada, pero el frescor amargo del alcohol atemperó su estado de ánimo lo suficiente como para sentirse relajado por primera vez en mucho tiempo. Se sentó en una mesa y pidió una jarra más, sin importarle nada de cuanto le rodeaba.
Solo llevaba allí unos pocos minutos cuando escuchó el bramido de la guerra. Imaginó la ingente columna de enemigos cayendo sobre la aldea, la oleada de muerte y sangre. Imaginó el fuego arrasando todo a su paso, las personas convertidas en cenizas, los llantos de las mujeres, de los hombres y de los niños. Se dijo que podría haber advertido a todo el mundo de lo que se avecinaba, que quizá alguien hubiera podido escapar. Acalló su conciencia con otro trago de cerveza. Al menos había podido disfrutar de un momento de paz por última vez antes de morir.
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