El escritor se sentó delante de la librería en la que nadie compraba ya sus libros. Lo hacía cada mañana, en un banco de madera desgastado, con una libreta entre las manos y un café en un vaso de cartón. Escribía a diario, sin esperanzas de que nadie terminara leyendo sus escritos. Aun así, continuaba haciéndolo hasta que daban las dos de la tarde en el reloj del campanario que le daba sombra y regresaba a un piso destartalado y lleno de recuerdos.
Llovía aquella mañana. Y él seguía escribiendo. Nunca importaba qué tiempo hiciese, quién pasara a su lado, cuántas horas se sucedieran. Seguía escribiendo. Su mirada no era ni triste ni alegre, ni confiada o extrañada. Era la mirada de quien tiene algo que decir, solo eso. Seguía escribiendo. Eran casi las dos cuando sucedió el milagro. Faltaban aún dos minutos cuando dejó de llover y salió el sol, provocando que un luminoso arcoíris se reflejara en el espejo del local repleto de libros.
El cuaderno del escritor se había quedado sin páginas, su bolígrafo sin tinta. Y aun así él siguió allí, escribiendo, narrando su historia. Nadie se fijó en las palabras que brotaban directamente de sus extremidades, de las letras que acababan desperdigadas por el suelo. Nadie vio las raíces hondas y azules que se clavaron en el suelo y en la madera. Al fin había germinado, la historia estaba ya contada. Fue la primera vez en mucho tiempo que el hombre sonrió. Desapareció, transmutado en una estatua de palabras y de ideas. Sus libros, de repente, se empezaron a vender y él, desde aquel banco, veía cada día las sonrisas, los llantos, los miedos y las incertidumbres que provocaban sus palabras.
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