Tenía hambre, como cada noche. Y como cada noche madre la había enviado con dos viejas cucharas de metal a la calle, a pasear, decía. A encontrar algo que ni siquiera existía. Nunca era antes o después de cenar, sino en vez de hacerlo.
Caminaba despacio, con las cucharas entre los dedos. Llegaba hasta donde las gallinas y cruzaba la pequeña cuadra ocupada por el mayor tesoro de su casa, la vaca, Gloria. El estómago protestaba a veces al pensar en los huevos de las unas y en la leche de la otra, pero ella seguía caminando, jugueteando con el entrechocar de los metales, provocando con ellos un ritmo similar al de los instrumentos que escuchaba en los días de fiesta, levantando ecos sonoros que pedían a gritos alguien que los cantara o que los bailara. Sonreía entonces y se sentía como una boba. Sabía que no hallaría nada ni nadie en la noche salvo su propia hambre y sus pensamientos sobre la mirada triste de madre. Esa mirada sin cena de cada noche.
Así fue durante años. Un día, jugueteando a hacer música con sus cucharas más allá de la cuadra otro sonido se intercaló con los suyos. Procedía de una quijada seca, supo después. Ambas melodías bailaron al compás durante meses, a escondidas, en la oscuridad de la noche. Y no fue hasta que llegó la primavera que Manuel no se dejó ver por vez primera. Ese día comprendió que la música, el hambre y dos cucharas habían sido quienes habían forjado, paso a paso, lo que sería su vida desde ese mismo momento.
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