La noche en la que llegaron los dragones había tormenta. Todos habían cerrado puertas y ventanas, recogido sus enseres y resguardado a los animales. El mundo era un azote de viento, trueno y granizo. El golpeteo de la piedra en los tejados erizaba la piel. La propia montaña que daba cobijo y sombra a la aldea se estremecía ante la furia de los elementos.
Daënea estaba asomada a la ventana, disfrutando del mortal espectáculo. La vista desde aquel rincón de su hogar permitía ver la profundidad del valle hasta perderse muy a lo lejos, entre los grandes abetos azotados por el vendaval que formaban el Bosque. Gimió cuando un rayo impactó en una roca cercana, levantando chispas y partiéndola en dos. Aquella tormenta no era natural. Había algo en ella que no encajaba, aunque no podía determinar qué era. Tenía una sensación extraña en la nuca, un escozor nuevo y acuciante.
Algo se removía en el cielo, lo percibió con aquella mirada que solo ella poseía, la que no provenía de sus ojos. Algo que relucía cristalino y que provocaba ondulaciones en las nubes oscuras. Recordó las olas del mar. Perdiendo toda prudencia, abrió la puerta y salió al exterior, con la mirada puesta en las nubes. El huracán la azotó sin clemencia, pero continuó caminando. Y los vio, eran dos, en un rito nupcial inimaginable, imposible de describir. Los rayos se multiplicaban alrededor de su hipnótica danza. Dejó que el granizo y el viento la golpeasen durante casi una hora. Y al cabo de ese tiempo los dos dragones azules se marcharon, llevándose la tormenta con ellos allá adónde fueran.
Comments