Llegó sin hacer mucho ruido. Caminaba despacio. Se asomó y buscó con la mirada el rincón que le habían reservado. Asintió resignado y, muy lentamente, llegó hasta allí y depositó sobre la mesa el pequeño bulto que llevaba entre las manos. Algunas de las personas que le rodeaban lo miraban con curiosidad, hubo quien dejó lo que estaba haciendo para observar qué hacía. No le importó demasiado. Ya estaba acostumbrado a las miradas curiosas, a los susurros mal disimulados, a los dedos que señalaban en su dirección. Aquello también formaba parte de su vida.
Abrió la caja y, con sumo cuidado, extrajo los libros que había dentro. Los repartió sobre la mesa y sonrió al releer los títulos, al mirar las ilustraciones de cubierta, al recordar los momentos que había vivido en compañía de aquellos ejemplares. No todos habían sido momentos felices, pero eran un buen resumen de su vida. Suspiró, recordando algunos momentos de ese pasado que ya nunca volvería más que en murmullos y fotografías. Cuando todo estuvo dispuesto a su gusto se apartó ligeramente para ver la composición. Asintió. Todo estaba tal y como debía estar.
Decidió sentarse hasta que la fiesta arrancara. Fue como si un hechizo se rompiera, todo el mundo volvió a su ajetreo anterior. El escritor sonrió, cuando abrieron las puertas de la feria fue uno más, parecía haber rejuvenecido varios años. Como tantas otras veces, vivió uno de esos momentos felices que, días después, empezarían a grabarse para siempre en las arrugas de su piel, en ese libro externo que todo el mundo se paraba a leer cuando se encontraban a su lado. Cuando el primer niño se acercó a su mesa, sonrió abiertamente, por fin llegaba el momento de obrar su magia.
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