Elia no dejaba de mirar al horizonte, ni un solo día dejaba de asomarse más allá de lo alto de la colina. Seguía sin verse ningún indicio, nada que indicase que algo podía cambiar. El otoño había llegado con ganas de vestirse de su nombre, con el viento y la lluvia como armas, con el gris y el amarillo por bandera.
Hacía ya todo un año que aguardaba en aquella cabaña alejada de todo, esperando una señal que no sabía si llegaría, que no sabía si podría reconocer. El Viejo Malik la había obligado a marchar hasta allí. Estaba en el fin del mundo, aguardando una señal para volver. Nada había ocurrido aún. Y ella, cada mañana, subía la colina y se asomaba al abismo, sin resultado, sin esperanza.
La luz de la mañana era muy extraña desde que aquella pequeña luna acompañaba al sol en su paseo durante el día. Hacía varios años que estaba ahí, orgullosa y cambiante, su llegada había sido el comienzo de todo. Pensaba en aquella diminuta luna cuando lo notó, una corriente cálida y vital, un soplo de aire fresco, un susurro revoltoso, un hormigueo... Y lo supo, supo que había llegado por fin el momento de volver y hacer que todo cambiase de nuevo, esta vez para bien.
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