Supo que lo buscaban antes de que golpearan la puerta, lo habÃa sabido desde el principio. Se levantó y se peinó con los dedos. Imaginó qué iba a ocurrir y cómo iba a hacerlo. Tembló de los pies a la cabeza. Se obligó a bajar las escaleras como siempre, correteando, sonriente. Sus captores vieron lo que buscaban: arrogancia y orgullo; por dentro corrÃa vil la tragedia, la pena amarga como la tierra quemada, el dolor de aquella aciaga despedida.
No habÃa rimas con las que adornar ese momento. Dio las buenas noches a todo el mundo, sin mirar a nadie y suspiró con tristeza,. HabÃa sabido que ese momento llegarÃa. Pensó en todo lo que le faltaba por hacer, por vivir, por soñar. Por entre sus dedos temblorosos, por entre sus labios y ojos y carne deambularon todos los dramas que ya no podrÃa ofrecer a nadie, todas las caricias que nunca habÃa dado, todo aquello que querrÃa haber aferrado con todas sus fuerzas y que ya nunca podrÃa tomar.
El frÃo terminó por despertarle. La madrugada era recia y oscura, siniestra como un pozo en el que todo el mundo sabe que se ha ahogado un niño. Caminó tranquilo adonde quisieran llevarlo. No importaba, ya nada lo hacÃa. A su lado caminaban otros dos hombres. Sus captores lanzaban empellones acobardados de tanto en tanto. El paseo no fue demasiado largo. Todo ocurrió de madrugada. Antes de que todo fuese oscuro para siempre lanzó una mirada a lo lejos y deseó que todo se supiese en el futuro, que todo cambiara para siempre. Pidió que le quitaran la venda de los ojos y miró a sus captores, el temblor de los dedos en los gatillos, el odio atemorizado, la necesidad del empleo de la fuerza para acallar una única voz. Y lo supo, supo que, hicieran lo que le hicieran, él ya habÃa vencido.