Nevaba, seguía nevando. A Lüth ya no le gustaba gracia la nieve. Al principio le había parecido diferente, divertida incluso. Lo habían pasado muy bien en la aldea en las primeras horas de la nevada. Pero hacía ya dos meses de ese primer momento de alegría y ya no parecía tan divertida ni tan diferente.
Había dejado de gustarle en el mismo momento en el que llegaron los Helados, como los llamaban todos. Seres humanoides, más blancos que la propia nieve, que surgían de las profundidades y arrastraban a sus víctimas hacia una muerte segura. Nadie volvía de entre sus garras, tampoco sabían hacia dónde eran conducidos.
Se habían llevado a Maër, a Adam y a Lusïeh. Y se lo habrían llevado a él si la casualidad no hubiese querido que en su huida Lüth tropezase con la fragua de su padre y una brasa candente no hubiese deshecho a la criatura que quería llevárselo. Aquel golpe de fortuna fue el primer golpe devuelto por el pueblo de Tahanän, que pronto se erigió como una auténtica pesadilla para los Helados, la punta de lanza del contraataque humano.

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