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Foto del escritorJavier Fernández Jiménez

La oportunidad


Fotografía de Peter H.
Fotografía de Peter H.

Aquella maleta pesaba. Pesaba mucho. Mucho más de lo que pesaba al empezar el viaje.

Se detuvo frente a un portal gris, pobre. Metió la mano en el bolsillo de la vieja gabardina de su padre y sacó el papel en el que había garabateado las señas hacía ya muchos meses. Comprobó la dirección y supo que había llegado a su destino.

Hacía frío. Se lo habían dicho en el pueblo, en uno de esos consejos que se dan de oídas, sin tener certeza alguna: “Allí siempre hace frío”.

Llamó al timbre y esperó impaciente. No se atrevió a dejar la maleta en el suelo. Temblaba y sentía un frío intenso, especialmente en su corazón. Aquel portal sería su hogar durante los próximos meses, quizás durante años. Miró a su alrededor. Se arrepintió de hacerlo al primer vistazo.

La calle era sombría y estrecha, sucia. Aunque aún era media tarde la luz del sol empezaba a apagarse. Pronto sería noche cerrada. Recordó la luz en la dehesa, el brillo del agua de sus lagunas, la sombra del Royo de la plaza, abrir la puerta y toparse frente a frente con el pico de la Almenara. Aquel lugar era muy diferente a su casa. Eso se lo habían dicho también.

Se acostumbraría. Muchos se habían acostumbrado antes que él. Llegaban al pueblo con ropas nuevas, con mucho más dinero, con historias sobre asuntos de los que allí nunca habían oído hablar. Ganaban mucho, o eso decían. Él siempre había pensado que también perdían mucho. Aunque de eso no hablaban nunca.

No habría venido si no le hubiesen empujado, si su primo Juan no hubiese contado todo lo que ganaba allí casi a voz en grito, si todo fuese bien en casa, si no hubiese tenido necesidad. Estaba seguro de que ni su primo Juan ni todos los demás tampoco. Nadie abandona su hogar por capricho.

Hablaban de muchas cosas los que volvían en vacaciones.

Siempre de las cosas buenas, de lo que ganaban y comían, de lo que aprendían y ganaban. De lo que ganaban, siempre de lo que ganaban.

Ninguno hablaba de lo que perdían.

Ni de las miradas de odio y recelo, ni de la sensación de estar de prestado. Ninguno hablaba de la gente que se apartaba del camino, como si temiese contagiarse de algo al cruzarse contigo. Ninguno hablaba de la sensación de sentirse un apestado o un usurpador. Ninguno hablaba de lo que se echaba de menos lo tuyo y a los tuyos.

No, de eso no hablaban. Nunca lo hacían. Tampoco hablaban de callejones oscuros y sucios. De portales pobres. De pisos diminutos compartidos. Apenas llevaba unos días fuera y ya sentía todo el peso de lo que no le habían hablado. Lo que nadie decía era lo que más pesaba.

Tenía muchos meses por delante y sin embargo ya quería volver.

No volvería como un triunfador, eso lo había sabido antes de salir de casa, tampoco como alguien que ha conseguido lo que otros solo han soñado. Se hizo una promesa antes de partir: volvería siendo él, solo él.

Con sus ganancias. Y con sus derrotas

Pensó en darse la vuelta, en huir. Si lo hacía no habría logrado nada, pero tampoco lo habría perdido. Aún no. Y aun así sabía que en casa le mirarían como un perdedor, como alguien que no ha cumplido lo que prometía. Defraudaría a todo el mundo. Todos pensarían en el pueblo que había sido un cobarde, que había desaprovechado la oportunidad que le habían ofrecido.

Volvió a llamar al timbre.

Escuchó pasos tras la puerta. Tenía una última oportunidad para darse la vuelta y volver, para deshacer la maleta y pasear, como cada día, hasta el pantano. Para volver a disfrutar del murmurar de los pinos, del corretear de los zorros y del chillido lejano de algún águila sobre su cabeza.

La noche se cerraba.

Aún podía volver.

Titubeó apenas un segundo y la oportunidad se perdió para siempre. Se abrió la puerta.

Allí estaba Juan, el primo Juan. Su propio guía en aquel extraño limbo. Nunca le había caído bien el primo Juan. Y sin embargo, allí estaba, para recibirle. Estaba para aconsejarle. Estaba para abrirle las puertas de un nuevo futuro.


—Hola primo, te estaba esperando —Juan sonreía. Esa sonrisa le sabía a derrota, a insulto disimulado, a aire de superioridad. Juan siempre se había creído mejor que él. Un primo mayor que sabe mucho más de la vida. Un imbécil, eso es lo que era el primo Juan en realidad.

—Hola —respondió obligándose a devolver la sonrisa.

—Trae la maleta, anda, que estarás cansado.

—No hace falta —murmuró, aunque le habría encantado soltar aquel peso de una vez.


Juan se encogió de hombros y le invitó a pasar con un gesto.

Miró la espalda de su primo con un odio profundo y creciente. Sus bravatas y su altanería, todo aquello que decía que ganaba y le quedaba por ganar le habían llevado a él hasta allí. Todo el pueblo le había empujado a buscarse la vida tan bien como lo hacía su primo Juan. A trabajar tan duro como él. A ganar tanto como lo hacían todos los que tenían lo que había que tener para aferrarse a las oportunidades que ofrecía el extranjero. A vivir como lo hacían otros jóvenes que se habían marchado a labrarse un futuro. Le habría encantado gritarles que no, que no pensaba irse, que quería medrar allí, en casa, que sería capaz de encontrar en su hogar el futuro del que todos hablaban como si solo pudiese encontrarse lejos de casa.

Por un segundo pensó una vez más en salir corriendo. Sin embargo se internó en el estrecho del piso arrastrando los pies. Y se prometió que algún día se lo contaría a todos. Contaría a todo el mundo cómo era aquella vida de verdad. Sin adornos. Sin triunfalismos. Sin disimulos.

Contaría a todo el que quisiera preguntar cómo se sentía de verdad todo aquel que se marcha de su hogar por obligación.

Hablaría del frío, del miedo, de la incertidumbre, de la añoranza.

Contaría todo lo que nadie contaba.

Hablaría de ser un extraño para todo el mundo desde el mismo momento en el que abandonas tu hogar, quizás para siempre. De sentirse extranjero lejos y en casa.

Y, hablaría, del peso insoportable de una maleta repleta de recuerdos.

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