Me duelen las manos, Cayo.
Tiemblan desde hace meses.
No es siempre así, ¿sabes? Pero hay momentos del día en el que me sorprendo sin ser capaz de sostener una simple taza o la vara con la que me apoyo al caminar.
Entonces recuerdo nuestros días en el norte, el frío. El tacto del acero de la lanza. La empuñadura de mi espada, la nieve. Y la sangre caliente recorriendo mi piel.
Y siento que este temblor no es nuevo, que lo mantengo desde entonces.
Vivimos buenos tiempos en el norte, ¿los recuerdas?
A pesar de todo recuerdo aquellos días con nostalgia.
El barro nos hacía resbalar, nos sentíamos observados por el propio bosque, por las montañas. La lluvia y los truenos parecían lanzados por los propios dioses. Rugidos de deidades coléricas que nos ordenaban dar marcha atrás.
Y aun así avanzábamos. Siempre firmes, siempre hacia delante.
Desafiando a los propios dioses enemigos. Empuñando nuestros dioses y nuestras armas.
Éramos temibles.
Y jóvenes, éramos muy jóvenes entonces.
Creíamos que el mundo era nuestro, que estaba a merced de nuestros deseos, que aguardaba sumiso el paso de nuestras sandalias.
Qué ilusos.
No éramos más que motas de polvo en una batalla imposible, como ahora. Apenas somos un recuerdo de lo que llegamos a creer que éramos. Ahora sé algo que entonces ni siquiera sospechábamos ninguno: no hay criatura alguna capaz de dominar el mundo. Ni siquiera los dioses se atrevieron a dominarlo por completo, nos dejaron jugar a nuestro antojo, aunque en ocasiones decidieran empujarnos en una u otra dirección.
Ni el más sagrado de los sacerdotes puede afirmar lo contrario.
Nadie queda aquí para contarlo, ni dioses ni mortales.
Queríamos abarcarlo todo, dominar y conquistar.
Queríamos que el mundo fuese como nosotros lo soñábamos. Nunca pensamos que el resto del mundo contiene sus propios sueños, sus propias fuerzas.
Hace tanto de aquellos días…
Ahora hay nieve en mi cabeza, un velo en mi mirada y este temblor extraño que no me deja vivir en paz. Ni siquiera aquí, en este pequeño rincón del mundo en el que descansarán mis huesos para siempre.
Es un buen lugar este, Cayo, te habría encantado.
Un buen lugar en el que descansar.
Es muy diferente al impetuoso bosque en el que nos criamos, a lo agreste de las montañas y a lo furioso del río de nuestro hogar. Este es un lugar apacible, cálido, llano y poco dado a lo escarpado. Es morada de campesinos y comerciantes, hogar para viajeros y llegados de otras tierras, un verdadero cruce de caminos.
Es una suerte vivir aquí.
Puedo escuchar historias. Historias que llegan desde todos los rincones del mundo.
Sabes que siempre me gustaron las buenas historias.
Y los países lejanos.
Y los viajes.
Quizás fue por eso por lo que nos hicimos soldados, ¿lo recuerdas? Qué estúpidos e ignorantes, qué vida tan diferente habríamos tenido de habernos quedado en casa.
O de haber decidido viajar, si más, viajar por el puro placer de hacerlo.
Y sin embargo me descubro muchas noches rememorando con añoranza las largas jornadas de camino, las batallas, la lucha a muerte con unos y con otros, la intemperie...
En esos momentos las manos no tiemblan.
¿Recuerdas, Cayo, lo que vivimos entonces?
¿Cuántas luchas afrontamos? ¿Cuántos compañeros perdimos? ¿ Has pensado alguna vez cómo se desgajaba nuestra alma ante cada vida arrebatada?
Tuvimos suerte.
Éramos buenos soldados y estuvimos bien comandados, pero tuvimos suerte.
No sobrevivimos muchos.
Aún me arde el muslo en el lugar en el que se clavó la falcata del norteño. Esta herida nunca se llegó a curar del todo. Los días de frío no he podido evitar cojear desde entonces. Un pequeño precio por todo el dolor que causamos.
Ofrecimos nuestra fuerza y nuestra juventud al sueño de unos locos.
Entregamos nuestra voluntad a personas que ni siquiera pisarán las tierras que conquistamos, que nunca apreciarán lo que hicimos ni pisarán el suelo que manchamos con nuestra sangre.
Hay niños correteando a mi alrededor, Cayo, ahora siempre los hay. Sonríen al verme. Algunos me saludan desde lejos.
¿Habría niños corriendo en aquellas tierras?
¿Acallamos sus sonrisas y carreras con nuestras lanzas y espadas?
Nunca lo había pensado.
Hasta ahora.
Era nuestra labor, nuestro oficio. Nunca lo puse en duda entonces. Era nuestra obligación. Hoy veo las cosas de manera distinta.
Me queda poco aquí, Cayo, puedo sentirlo en los huesos.
Pronto no seremos más que polvo y un vago recuerdo que no tardará en perderse en el olvido. Desapareceremos, Cayo, y estos olivos bajo los que escribo seguirán aquí. Ellos sí lo harán durante varias generaciones de hombres.
El mundo perdura.
Nosotros y nuestros esfuerzos desaparecerán para siempre.
Estoy cansado.
Cada día estoy más cansado.
Siento cómo me consumo.
Cada día es más difícil realizar el pequeño paseo que me trae hasta aquí. Apoyar mi espalda en el tronco de este olivo, posar mis manos en la hierba fresca.
Cada día es más difícil sentir el sol.
Ya ni siquiera puedo labrar la tierra o recoger el trigo. Mis sobrinos son los que ahora los encargados de trabajar la tierra y pastorear las cabras.
Les estorbo a todos.
Por lo menos aquí no molesto.
Ya ni siquiera hay niños que me pregunten por mis batallas de juventud. Nadie recuerda ya cuánto tuvimos que luchar para tener cuanto tenemos. Nadie quiere recordarlo.
Y aun así he de reconocer que he sido feliz en este pequeño rincón del mundo.
Será un buen lugar en el que morir.
A veces mi espíritu rebelde me grita que no me quede aquí parado, que me levante, que haga un último viaje.
Pero este es un buen lugar en el que ver el atardecer.
Puede que sea mi rincón favorito.
Aquí he sido feliz.
Lo soy, Cayo, aunque sienta que mi tiempo hace tiempo que ha pasado.
Hay días en los que me imagino recorriendo la ribera de este arroyo, perdiéndome para siempre en sus aguas bosque adentro. ¿Habrá ninfas que encontrar en este arroyo?
Lucio siempre hablaba de las ninfas que vivían en el río que bañaba su aldea. Era muy joven, estaba lleno de sueños. Decía que algún día regresaría a casa a buscar a, ¿cómo se llamaba? Adeona, creo… soñaba con volver a casa, con buscar a las ninfas del río de su niñez.
Lucio murió en aquella campaña.
Muchos murieron entonces.
Ninguno llegó a cumplir ninguno de los sueños que albergaba.
Nosotros tampoco lo hicimos.
Nos hicimos mayores para las armas.
Y acabamos lejos del ejército, con una mísera paga, una minúscula porción de tierra y un destino incierto.
Yo acabé aquí, en mitad de una provincia lejana.
Lo siento, Cayo, creo que estoy divagando demasiado.
Y las manos me tiemblan.
Te echo de menos.
No puedo evitarlo.
Vivimos tantas cosas juntos.
¿Recuerdas cómo eras cuando eras niño?
No puedo evitar recordarnos corriendo y peleando entonces.
Recuerdo la libertad, la inocencia, la sensación de que todo estaba por llegar. Recuerdo que creía que el mundo era abarcable y que sería todo para mí.
Hace mucho tiempo de entonces.
A aquel niño que fui solo le temblaban las manos ante la emoción. No había ninguna barrera, nada que le pudiese impedir lo que pretendiese.
Era el protagonista de una historia de la que hoy solo soy un secundario achacoso y arrugado.
Mi historia se está terminando.
Y me duele.
Estos niños de mi alrededor también tienen sueños, Cayo, pero muy diferentes de los nuestros.
Espero que ninguno de ellos viva una sola batalla de las muchas a las que nosotros sobrevivimos.
No deseo que sufran el frío, el miedo, el nudo en el estómago, la incertidumbre ante la batalla.
No les deseo que derramen sangre de enemigo alguno.
Nosotros ya derramamos demasiada para que ellos no tengan que hacerlo.
Mitra quiera que sea así.
Sí, aún venero al dios que ahora muchos dicen es pagano.
Somos una cultura extraña.
Catalogamos ideas, creencias, sueños. Aprobamos y desaprobamos dioses y mitos como otros se cambian de ropa. Nos hemos hecho los dueños de los dioses de otros pueblos y hemos borrado de la historia el nombre de algunos a los que amaron nuestros antepasados.
Mi dios es Mitra.
Nunca te he hablado demasiado de aquello en lo que creo. Supongo que nunca nos hizo falta ni en el fragor de la batalla ni en la quietud del campamento.
Nunca intenté hablarte de mis dioses, de aquello que creo que encontraré cuando esta cáscara agotada termine por secarse.
Te confieso que llegué a Mitra de casualidad.
Pero encontré al dios del Sol y en el mitreo una nueva familia. Ya apenas tengo fuerzas para llegar al santuario, para realizar el culto, para mostrar la antorcha, el látigo y la corona. Pero allí he encontrado amigos de verdad.
No fui el único legionario que acabó aquí.
Creo que todos en el mitreo, salvo los apenas iniciados, entregamos nuestra juventud a la gloria de Roma.
Y ahora dicen que nuestras creencias son paganas.
Nunca fui demasiado religioso, pero en Mitra he encontrado un padre al idolatrar. Honor, pureza y coraje, ¿quién no seguiría a un dios que pidiese a los suyos seguir estas tres sendas vitales?
Vienen a buscarme, Cayo, mis sobrinos no se fían de que vuelva de una sola pieza a casa si no es cogido de alguno de sus brazos.
Mi hermana Livia murió hace algunos años.
Siempre fue una buena mujer, ¿la recuerdas?
Cuando éramos pequeños nos perseguía en nuestras locuras. De haber sido hombre nos habría seguido hasta el mismísimo ejército.
Tenía fuego, Livia, en la mirada y en el carácter.
Ella es la que me ha ayudado a sobrellevar todos estos años.
Creo que ha llegado la hora de reencontrarme con ella.
De reencontrarme contigo, viejo amigo.
Habría sido tan feliz de haber vivido estos años a tu lado.
Y sin embargo solo pude traer tu cuerpo vacío. Tus armas. Tu recuerdo.
Al menos tu presencia ha estado conmigo todo este tiempo.
Espero que mis sobrinos no se asusten demasiado cuando encuentren mi propio cuerpo muerto junto a tu lápida.
¿Sabes? Este es un buen lugar en el que pasar la eternidad.
¿No oyes los pájaros?
¿No sientes la sombra de este olivo?
¿La brisa?
Cayo, amigo mío, te he echado mucho de menos.
Gracias por venir a buscarme.
Espero no haberte hecho esperar demasiado tiempo.
Relato ganador del Premio al Mejor Relato Comarcal del II Certamen Mantua Carpetanorum de Villamanta.
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