Dinrir dormitaba bajo las estrellas cuando descubrió que una de ellas recorría el firmamento con una velocidad y un fulgor imposibles. La luz primero logró que se desvelase y abriera mucho los ojos, después, cegado por su fuerza, tuvo que cerrarlos. La explosión estremeció a toda la aldea. El impacto había sido muy cerca. Demasiado cerca.
Se levantó de un salto y corrió hacia las montañas. Algunos otros aparecieron somnolientos en los umbrales de sus casas, solo unos pocos vieron al joven adentrarse en el bosque en dirección a las montañas. Aún quedaban algunas horas para el amanecer y la mayoría se volvieron a dormir, sin pensar ni en el muchacho ni en el estremecimiento. Solo el viejo chamán continuó varios minutos mirando a la oscuridad y a las estrellas de manera alterna. Sabía que algo estaba ocurriendo.
Dinrir regresó bien entrada la mañana. Tenía una mirada extraña, diferente. Llevaba un bulto oscuro entre las manos y sudaba. El chamán supo que algo había cambiado en él, más allá de la mirada enloquecida y las manos abrasadas. Sintió un terror que nunca antes había experimentado. A los pocos días la Espada Negra estaba forjada y la guerra a punto de empezar. Dinrir los llevaría a todos a la muerte y el metal llegado de otro mundo sería la guadaña que cercenaría el cuello de todo el que se opusiera a su dictado.
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