Merary avanzaba iluminada por la llama temblorosa de una antorcha. Tenía miedo, mucho. Sentía sobre ella la mirada iracunda de los dioses. Esperaba que aquella afrenta no desencadenase el desequilibrio eterno de su balanza. Se llevó la mano al wadjet que colgada de su cuello y suplicó el perdón de Horus. El crimen que iba a cometer era uno de los peores. Su alma quedaría condenada. Necesitaba el favor de los dioses.
Llegó al final de la galería. Atravesó un portal horadado en el pasillo y se adentró en una estancia ricamente pintada. Allí estaban presentes todos los dioses de la Enéada. Notó sobre ella la mirada implacable de Anubis. Tembló. Frente al chacal se topó con la comprensión de Isis. A ella fueron todos sus ruegos mientras se arrodillaba y recorría la arena con los dedos. Algo hizo que mirase al frente. Cayó hacia atrás, asustada por el rostro felino de Sekhmet. Allí, sobre la cabeza la diosa, estaba lo que buscaba. Estiró la mano y apretó el nimbo.
La roca se estremeció al moverse. Se abrió un pozo oscuro e insondable por el que coló casi sin pensarlo. Por fin había llegado, estaba en la cámara del tesoro. Ante ella se hallaba el sarcófago aún reciente. Y a su alrededor tanto oro como era capaz de imaginar, más incluso. Volvió a implorar el perdón de los dioses y descubrió un sistro de oro con la forma de la diosa Tueris, a su lado reposaba una estatuilla de Hathor. Supo que ellas lo entenderían, que estarían de acuerdo con lo que iba a hacer. Tomó todo lo que pudo y salió al exterior, la vida de su hijo valía más que cualquier joya que su difunto esposo necesitase en el más allá.
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