Una vez
una única vez
Sancho quiso ser Quijote.
Había pasado ya mucho tiempo
en aquel rincón remoto de la Mancha.
Todo era ya cordura y aplomo,
realidad sin mácula.
No había ínsulas ni ofrendas,
ni puños, ni golpes, ni espadas.
Y sin embargo sintió un deseo irrefrenable
de partir
de vivir
de cambiar las cosas
que tan feas se aparecían de tanto en tanto.
Tomó la vieja adarga,
el rucio cojo y esmirriado,
la bacinilla abollada
que había recibido como herencia
y
evocando al de la Triste Figura
sobrevoló con su alma los campos de Castilla,
las infinitas llanuras de la Mancha
olivares y tierras ocres,
valles, montes y encinares,
alguna venta en ruinas
y los desengaños de aquellos que encontraba.
Pronto dejó la locura arrinconada
y sin embargo,
conociendo sus límites y saberes,
sabiendo bien qué, quién y cómo era en realidad,
que no era poco más que nada,
continuó con su empeño
de deshacer entuertos
injurias y agravios
y por esa vez
por esa única vez
siendo la persona más común
y apegada de la Tierra
fue quizás un verdadero héroe,
aunque fuese solo en su mirada,
en su empeño.
Escaso, pequeño, humilde
tan común como el más mínimo de los mortales
por fin y para siempre
un hombre gentil,
un titán,
un valiente caballero.
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