Seguir el rastro de un hombre herido es sencillo.
Especialmente si se hace a través de un bosque nevado.
Y si la luna llena reluce entre las estrellas.
Hacía frío.
Un vaho gélido brotaba de su garganta. Sentía los dedos agarrotados.
Podía abandonar la búsqueda.
Volver.
Podía dejar que el Asesino muriese junto a cualquier árbol desnudo.
Que cayese poco a poco en la inconsciencia al desangrarse.
Podía hacerlo.
Nadie se lo reprocharía.
Y sin embargo, seguía caminando.
Ese hombre no merecía morir en paz.
Quería verlo suplicar antes de atravesar su corazón con la espada.
Necesitaba matarlo.
Escuchó el gruñido, a su espalda.
Una amenaza sorda, inexorable.
—Lobos —pensó. Aunque en ese rincón del mundo todo era mucho más oscuro y siniestro que cualquier cosa que pudiese imaginar.
Al girarse se topó con una criatura oscura, apenas distinguible en la oscuridad.
Era tan grande como un oso, pero de aspecto más esbelto.
Dio un paso atrás para afianzar su postura y descubrió que la luna se reflejaba en una piel acorazada y reluciente.
La posición de aquella bestia era inequívoca, iba a a saltar sobre él en cualquier momento. Respiró hondo y se preparó para el combate a muerte.
Anotó mentalmente que tendría que evitar sus garras y la mandíbula en la que se entreveían unos colmillos tan grandes como su antebrazo.
Era una hermosa bestia, una criatura formidable.
Sería una pena tener que matarla, aunque sabía que tendría que hacerlo si quería correr tras en Asesino.
Se puso en tensión al escuchar el crujido.
Desenvainó la espada y rodó por el suelo, no sin antes lanzar un mandoble.
El chillido de dolor de la criatura le indicó que era vulnerable, que podía herirla.
Entrecerró los ojos al escuchar el siseo de la sangre cayendo en la nieve y se dijo que tenía que evitar la sangre a toca costa.
Se agachó, aguardando un nuevo ataque y vio con horror que aquella bestia tenía unas placas punzantes recorriendo toda su columna vertebral y un apéndice peligroso al final de una cola larga y monstruosa.
—¿Qué eres? —Musitó—, ¿de qué rincón del Infierno has salido?
Saltó a un lago, pero no pudo evitar que una de las garras arrastrara parte de la carne de su hombro izquierdo. La coraza con la que se cubría se abrió como si estuviese hecha de papel.
El dolor fue inaudito.
Hizo un gran esfuerzo para no gritar.
La nieve seguía cayendo a su alrededor, aunque el cielo estaba despejado.
El viento hizo que el pelo bailara a su espalda.
Estaba sudando.
Musitó una letanía antes de aferrar la espada con ambas manos. Notó el calor que desprendía la hoja ahora iluminada, la magia de las runas.
La criatura dudó. Al menos un segundo.
Después volvió a lanzarse hacia la que consideraba su víctima.
El guerrero se apartó justo en ese instante y atacó a su vez.
Todo fue muy rápido.
La espada atravesó la carne de parte a parte, abriendo a la criatura en dos.
La mole cayó al suelo con un gemido y un golpe sordo.
El siseo de la sangre derramada provocó un pequeño banco de niebla.
De repente notó el escozor.
La sangre le había salpicado en el rostro.
Quemaba.
Se arrodilló ante la criatura y puso una de sus manos enguantadas sobre la cabeza agonizante.
—Lo siento —murmuró—. Siento que esto haya tenido que terminar así.
La bestia emitió un quejido, incluso partida en dos tenía fuerza suficiente como para amenazar.
El guerrero asestó una nueva estocada y puso fin a la agonía de la criatura.
Entonces se escuchó un nuevo gruñido.
Esta vez mucho más leve y dubitativo.
Al volverse el guerrero vio al cachorro y supo que acababa de asesinar a una madre.
Se acercó a la pequeña criatura que acababa de aparecer y se arrodilló a su lado.
—Lo lamento mucho, pequeño. Lo lamento de veras.
El animal estaba inmóvil.
Parecía no saber qué hacer.
El guerrero supo que en su cacería no había acabado con la existencia de una criatura, sino que había acabado con dos.
Sintió las lágrimas brotando.
Notó la herida en el alma.
Una nueva cicatriz en el corazón.
—Lo siento —repitió, antes de levantarse y continuar la marcha.
Había perdido mucho tiempo.
Demasiado.
Esperaba alcanzar pronto al Asesino.
Tenía que hacerlo.
El guerrero, con el rostro ensombrecido, amplió la cadencia de sus zancadas.
La nieve era cada vez más espesa, el rastro más débil, la noche más oscura.
Y sin embargo sabía que nada iba a evitar que diese con el Asesino.
Lo había marcado.
Y nunca había perdido un rastro.
Casi una hora después dio con él.
El cielo se había cubierto, la luna estaba oculta tras un manto de oscuridad y la tormenta rugía en la montaña. Los árboles desnudos se estremecían y ni las criaturas más viles osaban abandonar sus madrigueras.
El Asesino estaba tirado en el suelo, apoyado en la pared de una cueva.
Había llegado más lejos que la mayoría.
Bajo él se extendía un charco de sangre.
Miró al guerrero que lo perseguía y por primer vez en su vida sintió miedo, un miedo profundo, imposible de explicar. Quiso estar muy lejos, llorar, morir en ese mismo instante.
El guerrero caminó despacio, saboreando aquel momento.
Tendría su venganza.
—Me has seguido —murmuró el Asesino. Apenas se pudo escuchar lo que dijo a través de la ventisca—, ¿por qué?
—Mereces un castigo —respondió el guerrero.
—Un castigo… —se interrumpió al quedarse sin aire —, merezco muchos, Extranjero. Merezco… muchos castigos.
—Tu alma está podrida, lo sé. Es fácil oler las almas en descomposición, Asesino. Es muy sencillo hacerlo. Pero no soy yo quien te castigará por tus crímenes, ante mí solo has cometido uno. Aunque resulte un crimen imperdonable.
—¿Un solo crimen? —A pesar del miedo, el Asesino emitió una débil sonrisa—, entonces este viaje me ha a salir muy barato, ¿no te parece, Extranjero?
El guerrero hizo caso omiso del tono insultante y despreciativo del Asesino. Se limitó a arrodillarse a su lado y a mirarlo a los ojos.
El Asesino gritó al ver todo lo que reflejaban los ojos ahora incandescentes del guerrero extranjero, todo el dolor y el sufrimiento que había en aquellos pozos repletos de oscuridad.
Nunca había gritado así, aterrado, incapaz de escapar del influjo de aquella magia insondable.
—Es gracioso —decía mientras se quitaba uno de los guantes lentamente —, ¿sabes quiénes son los que más sufren y lloran antes de morir? ¿Lo sabes, Asesino?
El herido negó en silencio, sospechando que la respuesta no le iba a gustar demasiado.
—Aquellos que tienen más cuentas pendientes con el Infierno.
El Asesino gimió al sentir los dedos del cazador atravesando su carne.
—Las almas podridas —siguió el guerrero, en un tono casi neutro.
El miedo creció en el interior del Asesino. Un miedo ancestral, puro.
—Los que son como tú, Asesino. Esos son los que más temen y los que más gritan.
Notó que la mano de aquel demonio extranjero atravesaba su pecho y aferraba su corazón. Intentó gritar, pero no pudo emitir sonido alguno. Lloró y gimió y tembló.
Vio cómo se acercaban a él unas criaturas informes.
—¿Los ves ya? ¿Ves a todos los que tienen cuentas pendientes contigo? ¿La ves a ella? ¿Ves a la niña?
La veía, el Asesino la veía.
Se acercaba a él, lo miraba fijamente, lo acechaba como una criatura salvaje.
—Sí, la ves. A ella. Y a todos los demás.
El guerrero se levantó.
Dio unos pasos hacia atrás y vio la figura inmóvil del Asesino.
Su mirada vacía, la boca abierta en un grito mudo y eterno.
Supo que estaba siendo castigado.
Y que lo sería por toda la eternidad.
Sus propios fantasmas y pesadillas lo seguirían castigando incluso cuando su cuerpo no fuese más que un recuerdo de polvo.
Lo había marcado y su marca era indeleble.
—Disfruta del Infierno, Asesino.
Emprendió el camino de regreso, montaña abajo.
Antes de abandonar el lugar dejó caer el corazón sanguinolento del hombre al que acababa de condenar.
La pequeña bestezuela que había perdido a su madre corrió hasta él y lo devoró con hambre.
—Suerte, pequeño —musitó el guerrero antes de perderse en la oscuridad de la noche.
Comments