El pasadizo se estrechaba, en algunos tramos incluso tenía que agacharse para continuar. Era muy incómodo. Hacía calor. Sudaba. El fuego de la antorcha revoloteaba lo justo como para iluminar levemente apenas un metro a su alrededor. La sensación de agobio era más y más acuciante y las telarañas que dificultaban el paso no ayudaban.
Aun así continuaba adelante, sabía que había encontrado algo importante. Por encima de cualquier otro sentimiento, el asombro era el que predominaba. Se descubrió con la boca abierta o silbando de pura sorpresa. De tanto en tanto aparecían en aquel laberíntico conjunto de pasillos algunos dibujos y jeroglíficos. Algunos eran muy reconocibles. Otros eran extraños, muy diferentes, como si una civilización desconocida hubiese recorrido aquellos corredores y hubiese decidido dejar sus propias firmas con una escritura propia y muy posterior a la original. A veces parecían correcciones o burlas. Al girar un recodo descubrió que la escritura más moderna se multiplicaba y que una tenue luz rojiza provenía del final del túnel.
Pronto pudo dejar la antorcha, la luz era cada vez más potente y el pasadizo más ancho. Se sacudió la ropa antes de atravesar un arco ornamentado con dos esfinges que parecían custodiar la entrada. Nunca antes había visto algo así en un templo con aquel. Se estremeció al sentir la mirada de las criaturas de piedra en la nuca, aunque esa sensación se quedó en nada al descubrir lo que había en el centro de la sala octogonal a la que acababa de acceder. Sonrió sin poder evitarlo y apartó el sombrero para quitarse el sudor de la frente. El cráneo era más grande de lo que nunca había imaginado y lucía aún con una potencia incandescente. Hacía mucho calor. Se acercó despacio y oteó por encima de las cuencas vacías de la bestia. Allí estaba el Corazón de Bath, el colgante que llevaba toda una vida buscando. Cuando lo cogió escuchó el crujido de la roca y comprendió su error. Intentó gritar, pero ya tenía a las dos esfinges encima...
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