Despertó al sentir el frescor de la hierba bajo la espalda desnuda. Abrió los ojos lentamente, desperezándose despacio. Nunca se había encontrado tan bien como en ese preciso instante. Una ligera brisa hacía que las ramas bailaran. El sol se colaba entre las hojas verdes y la madera blanca. Era muy agradable escuchar el rumor del viento recorriendo la copa del árbol junto al que estaba tumbada.
Notaba una confortable tibieza allí dónde la tocaban los rayos del mediodía. Sentía un calor muy tenue en el estómago y en el pecho. El sopor volvió a adueñarse de sus sentidos. No sería extraño que se quedara dormida de nuevo. Algo contundente y lleno de estridencia sonaba a lo lejos pero lo apreciaba a través de un extraño velo, tan ajeno a ella que parecía no tener ninguna importancia.
Notó de pronto un calor mucho más incisivo en el costado derecho, a la altura de la cadera o bajo la pierna, era difícil distinguirlo. Se palpó con las manos y notó un líquido pegajoso. Cada vez estaba más relajada. Una idea repentina hizo que girase el cuello a la izquierda y vio el cuerpo inerte que descansaba a su lado, la espada incrustada en su pecho, la espalda apoyada en el tronco suave y blanquecino, la mirada vacía. Recordó de un fogonazo quién era, dónde estaba, qué había ocurrido. Sonrió al saber que se había vengado y murió, mecida por la cálida brisa de verano.
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